La Industria Farmacéutica
Transcribo parte del CAP. 10 del libro "La Danza Final de Kali" del autor Ibn Asad
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Acceso al sitio donde promocionan al libro en inglés y castellano (ver en la página inicial abajo)
Es un libro actual, del año 2010 que dice bastante.
Friedrich Nietzsche fue uno de los pensadores decimonónicos más influyentes en su futuro inmediato, a pesar de que él mismo considerara que su obra y su figura “llegaron antes de tiempo”.
Nietzsche reclamó obsesivamente de “haber nacido demasiado pronto”, y sin embargo, pocos pensadores pertenecieron a su siglo de manera tan sincronizada. Se trata de un autor moderno; más aún, del autor moderno por excelencia: anunció los advenimientos ditirámbicos que sedujeron después al nazismo y a otras ideologías del siglo XX, se alzó como un grande de la Filosofía Europea a fuerza de “martillazos” sobre esa misma filosofía, combatió la decadencia encarnando él mismo dicha decadencia como nadie, hizo una autopsia de la moral cristiana desde su condición de hijo de reverendo predicador, y despreció la cultura alemana precisamente a través de un uso brillante de una lengua afilada y potente.
Friedrich Nietzsche escribía francamente bien… y poco más “bien” se puede encontrar en él: señaló el carácter “diabólico” del “nuevo hombre”, del “superhombre” (Así habló Zaratustra, 1885); anunció lo “terrible”, “dionisiaco”, “excesivo” del porvenir (El Nacimiento de la Tragedia, 1872); dio la tabarra con su relación con Wagner –el músico que pondría banda sonora al nazismo- (El caso Wagner, 1888); y –ante todo- definió su pensamiento de “aristocrático” (El Anticristo, 1888), el cual influyó posteriormente a todo personaje que así se consideraba, “aristócrata”, “élite”, “suprahumano”. Nietzsche es el gran pensador moderno, el gran pensador de los modernos; o con más precisión: es el pensador que piensa por un espíritu –el moderno- que renunció al pensamiento, y que necesita una autoridad postiza para su vacía ideología, aunque sea la aforística obra del gran bigote decimonónico.
Pero, en este caso concreto, Nietzsche nos interesa por la cuestión particular de este capítulo. Él se presentó como el “primer fisiólogo”, el “gran psicólogo”, el “médico” moderno definitivo. Muchos críticos lo valoran como un precursor del psicoanálisis, y en muchas de sus obras se pueden leer sus teorías sobre una “nueva fisiología”, sobre el “vigor”, sobre la “salud”.
Un “nuevo hombre” requiere un nuevo paradigma de funcionamiento fisiológico; un “superhombre” requiere una “gran salud”. Friedrich Nietzsche definió y anunció en 1882, la necesidad de una nueva salud, una “gran salud”. En su “La Gaya Ciencia”, el débil, acomplejado y enfermizo Federico escribió así: “Nosotros los nuevos, los carentes de nombre, los difíciles de entender, nosotros, partos prematuros de un futuro no verificado todavía, necesitamos, para una finalidad nueva, también un medio nuevo, a saber, una salud nueva, una salud más vigorosa, más avisada, más tenaz, más temeraria, más alegre que cuanto lo ha sido hasta ahora cualquier salud.(...) La gran salud, - una salud que no sólo se posea, sino que además se conquiste y tenga que conquistarse continuamente, pues una y otra vez se la entrega, se la tiene que entregar... (...) Y ahora, después de que por largo tiempo hemos estado así en camino, nosotros los argonautas del ideal, más valerosos acaso de lo que es prudente, habiendo naufragado y padecido daño con mucha frecuencia, pero, como se ha dicho, más sanos que cuanto se nos querría permitir, peligrosamente sanos, permanentemente sanos, páresenos como si, en recompensa de ello, tuviésemos ante nosotros una tierra no descubierta todavía, cuyos confines nadie ha abarcado aún con su vista, un más allá de todas las anteriores tierras y rincones del ideal, un mundo tan sobremanera rico en cosas bellas, extrañas, problemáticas, terribles y divinas, que tanto nuestra curiosidad como nuestra sed de poseer están fuera de sí ¡ay, que de ahora en adelante no haya nada capaz de saciarnos! ¿Cómo podríamos nosotros, después de tales espectáculos y teniendo tal voracidad de ciencia y de conciencia, contentarnos ya con el hombre actual? (...) Un ideal distinto corre delante de nosotros, un ideal prodigioso, seductor, lleno de peligros, hacia el cual no quisiéramos persuadir a nadie, pues a nadie concedemos fácilmente el derecho a él: (...) ideal que parecerá inhumano con bastante frecuencia. (...)
Este poético vómito sobre la “salud” no tiene desperdicio. En efecto, aunque parezca excesiva, la declaración de Nietzsche es rigurosamente cierta: los modernos requieren un nuevo concepto de “salud”, y este tan sólo puede resultar de “la total inversión de los valores” que tanto gustaba al filólogo europeo. En otras palabras: la “gran salud” del moderno tiene como principio a la propia enfermedad. El mismo Nietzsche que escribió de “poder”, de “vigor”, de “salud”, subvivió en un enfermizo ambiente familiar y académico, sufrió de infernales jaquecas y crisis nerviosas desde su adolescencia, deambuló en el aislamiento social, y murió prematura y dolorosamente en la más solitaria locura.
El que proclamó la “gran salud”, tuvo una pésima salud, una vida insalubre, una enfermedad crónica que lo dejó majareta a los 56 años. Aunque Nietzsche creyó “estar solo”, él en realidad se encontró muy acompañado: toda la “intelectualidad” del siglo XIX trabajó para alcanzar esa “gran salud” de la modernidad. La medicina decimonónica continuó profundizando en sus investigaciones empíricas, observando, catalogando, diseccionando la “máquina” corporal humana. Sigmund Freud, un médico –no alemán pero sí austriaco investigó empíricamente el “funcionamiento psíquico” de histéricas de la alta burguesía: nace el psicoanálisis. La “gran salud de los pocos” que anunció Nietzsche se perseguiría en el campo genético (el agustino Gregor Mendel ya estaba observando sus guisantitos por aquel entonces), en el campo psicológico (Freud y su panda), en el campo racial (Sir Galton y su eugenesia; remitirse al Capítulo 3).
Los filósofos, los médicos, los biólogos, los genéticos, los eugenistas, los psicólogos, los químicos… en definitiva, los científicos del siglo XIX anuncian con gran dilocuencia el nacimiento de un “nuevo hombre” con una salud nueva, una salud científica, una “gran salud”. Habrá que profundizar en la obra de los modernos para saber qué tipo de grandeza es esa, y qué entiende esta gente por salud.
Mientras la ciencia moderna se desarrollaba a lo largo del siglo XIX, la industrialización crecía de la mano de este desarrollo científico. Se trataba de la “era industrial”: un nuevo paradigma de relación con la naturaleza.
En el siglo XIX, la naturaleza deja de ser y crear; en el siglo XIX, la naturaleza “funciona” y “produce”. Como materialización de ese funcionamiento y producción se encuentra la “máquina”, como quinta esencia del paradigma industrial. A tal éxito llega la industrialización y sus máquinas, que éste influye en la percepción que el ser humano tiene de sí mismo. La comparación del cuerpo humano con una máquina se interpreta cada vez más adecuada.
La “fisiología” estudia “el funcionamiento de la naturaleza”. La “anatomía” estudia el cuerpo humano dividido y estructurado en “sistemas” (sistema nervioso…) y “aparatos” (aparato digestivo, aparato reproductor…). La misma medicina moderna se desarrolla con este mismo paradigma: el ser humano sano funciona y produce adecuadamente; el ser humano enfermo deja de funcionar y producir. Los términos industriales “funcionamiento” y “producción” están ligadísimos a otro: “utilidad”. Así, la salud interesará a la medicina moderna en la medida en la que ésta hace que el ser humano se valore como útil. Es por ello, por lo que -incluso actualmente- a un enfermo se le llama administrativamente “inválido”, es decir, etimológicamente, “el que no vale”. No es casual que los primeros servicios médicos gubernamentales (los prototipos de lo que más tarde sería la “sanidad pública”) se aplicaran a trabajadores industriales, obreros siderúrgicos y mineros. Los primeros funcionarios públicos sanitarios (médicos, enfermeras…) decidían qué obrero estaba “sano” (es decir, cuál podía trabajar, podía funcionar, era “productivo”), y cuál no. En la era industrial, “saludable” es aquel hombre que puede trabajar, e incluso existe un proverbio común a diferentes lenguas europeas que ilustra todo esto: “trabajar es salud”.
Este es el contrato entre el poder político y la medicina moderna; y costará encontrar argumentos para asegurar que actualmente las cláusulas de este contrato han cambiado mucho. Ante esto, los actuales médicos y entusiastas progresistas dirán: “Ah, esto era en el siglo XIX… Ahora es diferente.” Nosotros respondemos: Sí, en efecto; el concepto de salud del siglo XX cambió ligeramente… ¡de mal a peor!
Si la salud es el estado propio, natural e inherente al ser humano, en el siglo XX este concepto será robado, apropiado, violado, comercializado y vendido por la industria al servicio de la fuerza infrahumana. ¿Qué ha hecho la modernidad con la salud? ¿Qué entienden las máximas autoridades sanitarias por salud? ¿Cómo la definen? ¿Tienen incluso vergüenza para atreverse a dar una definición?
Sí, la tienen; he aquí su vergüenza: Concepto y definición de salud según la modernidad Parece innegable que al contemporáneo le “preocupa” la salud: tiene seguros de salud, planes de salud, chequea su salud, hace cosas que le han dicho que son “buenas” para la salud… El ciudadano moderno sólo puede vivir la salud como una “preocupación”, como algo por lo que tener “cuidado” (en inglés, “health care”).
Si al ciudadano medio sólo se le permite preocuparse por la salud, ¿quién se ocupa entonces de esa salud? Los trabajadores (en inglés, “occupation”) del área de la salud, las “autoridades sanitarias”, los “profesionales” de la salud.
¿Dónde se autorizan estos profesionales? En la estructura universitaria (presentada en el Capítulo 9), la cual se apoya en la ciencia moderna. ¿Cuál es el valor de esta autoridad? Antes de responder a esta pregunta resultaría conveniente cuestionarse si esta autoridad sabría decir sobre qué tiene autoridad, en este caso, la “salud”. La ONU dispone de una serie de plataformas -a cada cual más infame- que se encargan de áreas específicas de la política mundial: UNESCO (cultura y educación), UNICEF (infancia), FAO (alimentación), UNODC (drogas), FMI (economía)… Si la ONU aspira a representar una institución de gobernación mundial, estas plataformas serían una especie de distorsión extrapolada de la división ministerial del estado moderno.
Una de estas plataformas sería la dedicada a la “salud”, la “Organización Mundial de la Salud” (OMS), que antes de la Segunda Guerra Mundial, en la Sociedad de las Naciones, se llamaba “Comité de Higiene”. La palabra “higiene” tomó unas connotaciones un tanto macabras después de la Segunda Guerra Mundial, pues eugenistas (nazis y aliados) acostumbraban a utilizarla con mucha ligereza.
Por lo tanto, si el “Comité de Higiene” de la SDN se convirtió en la “Organización Mundial de la Salud” de la ONU, resulta comprensible pensar que la “salud” de la OMS sea equivalente a la “higiene” de principios de siglo XX. No obstante, la misma OMS redactó una “definición” de lo que se supone que a partir de 1948 pasaron a “organizar”: “Salud es el estado completo de bienestar físico, psíquico y social, además de la ausencia de todo tipo de enfermedad.” La primera proposición ya nos dice que la OMS concibe la salud como un “bienestar”, y resulta interesante comprobar que esta voz dé después nombre a uno de esos absurdos conceptos sociológicos: la “sociedad del bienestar”.
Pero sin duda es la segunda proposición de la definición la que más nos interesa: “además de la ausencia de todo tipo de enfermedad”. ¿Qué necesidad hay de decir esto? ¿Es tan sólo una estupidez utilizar la palabra “enfermedad” para definir la “salud”? Imaginemos a alguien que dice con solemnidad que “la luz es lo que no se ve cuando hay oscuridad”. ¿Estaríamos ante un idiota? Muy probablemente. Sin embargo, la máxima autoridad sanitaria de la modernidad necesita utilizar la “enfermedad” en la definición de lo que trata. ¿Por qué? Lo que requiere ser “organizado mundialmente” no es tanto la “salud” (que parece que nadie sabe decir qué es), sino las enfermedades. Son las enfermedades las que dan sentido a la existencia de una autoridad sanitaria; sin enfermedades, no habría salud que organizar, y no habría OMS, y no habría todo un Establishment sanitario enriqueciéndose a través de corporaciones farmacéuticas, ministerios de sanidad, universidades, ONG´s… ¿Por qué la profesión de médico moderno tiene un status social superior a un alfarero, un carpintero o un herrero? Porque la medicina moderna ha sido un gran colaborador en el proyecto de la modernidad, porque el poder político siempre ha contado con ella para sus planes, porque el sistema económico siempre ha cuidado y agradecido su utilidad.
La medicina moderna –como el negocio que es- necesita de la enfermedad como el panadero necesita de harina.
Si un negocio se optimiza hasta los límites alcanzados en el neoliberalismo que en pleno siglo XXI se pueden evaluar, se comprobará que el interés de la medicina moderna no sería curar, sino hacer la enfermedad crónica, permanente, o –al menos- siempre rentable.
El “paciente” se convierte en “cliente” en el momento en el que paga dinero por un servicio médico. ¿Cuántas formas tiene un médico moderno de perder un cliente? Dos: la curación y la muerte. Por lo tanto, se evitarán las dos a cualquier precio. Los tratamientos tenderán a ser prolongados, las altas médicas tenderán a postergarse, y las enfermedades tenderán a hacerse crónicas. ¿Resulta difícil de digerir este concepto de “salud”? Imagínese el lector a un empresario que tiene un negocio de exterminio de ratas en una ciudad. Hay otras dos o tres empresas como la suya en la misma ciudad. Por lo tanto, hay que aplicarse a fondo en la eliminación de las ratas, pues la competencia es grande. El empresario se dedica a matar ratas, e intenta matarlas con eficacia. ¡Pero eso no quiere decir que sueñe con exterminar completamente a las ratas! ¡Eso sería una pesadilla y el fin del negocio! Entendiendo esto, resulta muy factible que si el empresario puede colaborar en la propagación de una plaga de ratas, él lo hará… Todo esto ilustra la importante materia que se aborda a continuación.
La industria farmacéutica
Como mayor exponente de esa comercialización de la salud al servicio de la optimación utilitarista de la enfermedad, nos encontramos a la industria farmacéutica (o quizá con más rigor, a las “industrias farmacéuticas”). La industria farmacéutica resulta ser una “industria”, con un adjetivo calificativo que define cierta peculiaridad (es decir, es “farmacéutica”). No destacamos esta perogrullada por capricho: la industria farmacéutica es –pues ese es su nombre una industria compañera del resto de industrias modernas (la industria automovilística, la industria bélica, la industria alimenticia…), que comparten una misma estructura de producción, unos mismos objetivos económicos, y una misma función social en la modernidad. No sólo eso compartirán con las otras corporaciones industriales: las familias y nombres propios que se encuentran actualmente en las directivas y juntas de accionistas de las corporaciones farmacéuticas, se encontrarán en organigramas de corporaciones de los más variado (bancarias, automóvil, telecomunicación, petroquímicas…). Pero, aun compartiendo muchas cosas con sus hermanas industriales, la industria farmacéutica tiene una curiosa característica: produce y comercializa fármacos que –en principio- pretenden mejorar la salud.
¿Ya sabemos qué salud es esa?
¿Tal vez la ya definida por la OMS? Esta peculiaridad tiene como consecuencia tres puntos a tener en cuenta: La industria farmacéutica se beneficia de una colaboración estatal traducida en suculentos fondos públicos que se invierten en la “buena causa” de una industria privada.
El segundo punto –relacionado con este contrato entre farmacéuticas y poder político- es la gran influencia que estas han adquirido en política. (Por poner un ejemplo, al menos cinco de las mayores farmacéuticas norteamericanas estás presentes en el CFR).
El tercer punto a tener en cuenta es que todo esto hace que la industria farmacéutica alcance volúmenes de beneficio astronómicos. El lucro neto de las farmacéuticas en 2004 se valoró en 550.000 millones de dólares USA, y en los últimos seis años, los ingresos de la industria crecen anualmente a un ritmo que oscila del 4% al 9%.
Sólo la monstruosa Pfizer tuvo un beneficio de 11.360 millones de dólares (2004), y otras como GlaxoSmithKline o Merck le seguirían con cifras parecidas. ¡Vaya negocio esto de las drogas! ¡Vaya cantidades! ¿Qué industria es esta? La que produce y vende “salud” en pastillas, cápsulas, inyecciones, jarabes y supositorios. ¿Alguien adivina cuál es el origen de esta producción industrial?
Origen moderno de la industria farmacéutica
Se puede enunciar con claridad:
el origen de la industria farmacéutica es la Europa decimonónica, cuando algunos científicos hicieron las primeras síntesis químicas. En 1828, el químico alemán Friedrich Wöhler se proclamaba inventor de la síntesis química produciendo urea a través de un compuesto inorgánico, el cianato de amonio. Es decir, que el origen de la industria farmacéutica se encuentra en la producción artificial de algo que el ser humano siempre ha encontrado de forma natural en cantidades abundantes: el pis. Desde esa innovadora síntesis, laboratorios alemanes se lanzaron a la investigación farmacológica, dando a luz a los primeros fármacos sintéticos, principalmente analgésicos.
El laboratorio Bayer produce en 1885, la acetofenidina, de la que posteriormente derivaría el paracetamol. Bayer también produce en 1889 el ácido acetilsalicílico (aspirina) que convertirán al laboratorio alemán en un gigante industrial que posteriormente pasará a llamarse IG Farben (y que participará activísimamente en la industria bélica).
Resulta natural:
¿Cuándo encuentran las farmacéuticas un óptimo mercado potencial de enfermedad y dolor? Pues en la guerra. La Primera Guerra Mundial supone la primera gran revolución industrial farmacéutica: la investigación farmacológica se expande de Alemania, a Suiza, Bélgica, Francia, Reino Unido y Estados Unidos.
Posteriormente se desarrollan los primeros fármacos anti-infecciones: IG Farben lanzan las sulfamidas, y una serie de laboratorios ingleses comienzan a fabricar la penicilina descubierta años atrás por Alexander Fleming. Howard Florey convence en 1940 a un laboratorio norteamericano para producir penicilina en cantidades masivas (tal y como si se prepararan para una guerra de proporciones inéditas): nace Pfizer, el laboratorio que se lucró produciendo penicilina para la Segunda Guerra Mundial y que –actualmente en 2010- es la corporación farmacéutica más potente del mundo.
La Segunda Guerra Mundial (tal y como ocurrió con la eugenesia, la aviación, o con los medios de comunicación –Capítulo 13- ) resulta ser una alegre fiesta para la industria en general, y para la farmacéutica en particular: en cuatro años se inventa, se produce y se vende lo correspondiente a las anteriores cuatro décadas. Tras la Segunda Guerra Mundial, las grandes farmacéuticas se lanzan a una carrera de investigación y desarrollo: antibióticos, antihistamínicos, analgésicos, somníferos, psicotrópicos, anestésicos… Primeramente toda esta investigación se lleva a la práctica con animales con una estructura orgánica semejante a la humana (ratones, perros, simios…) Los ensayos con animales ya delatan la esquizofrenia de la investigación farmacéutica: una empresa que –en teoría- se propone erradicar la enfermedad y el dolor de un ser, produce enfermedad y dolor a otro ser como medio práctico. El despreciable progresista moderno responde a esto: “¡Se trata sólo de animales! ¡Y así se salvan muchas vidas!”
Nosotros respondemos: Sí, son animales, y son precisamente esos y no otros, porque su sistema nervioso es prácticamente igual al humano.
La propia ciencia moderna donde se apoyan estas investigaciones asegura que la capacidad de sentir dolor de un ratón o un mono, es la misma que la de un ser humano. Sus sistemas nerviosos son casi idénticos. Ellos lo saben, y usan esas semejanzas en sus investigaciones.
La mera investigación con animales bastaría para desacreditar a toda la industria farmacéutica en su conjunto. Sin embargo, aún hay mucho más. Para que una droga pase del ratón de laboratorio al ciudadano, primero se harán unos ensayos sobre “pacientes voluntarios”. Generalmente, esa voluntariedad tiene como base la desesperación, es decir, un enfermo se somete a ensayos farmacológicos porque no concibe otra vía de curarse y porque ignora todo sobre ese “ensayo” al que va a someterse.
La industria farmacéutica se aprovecha de esta desesperación para probar drogas a través de sus “ensayos de doble ciego” en hospitales públicos y privados: a unos pacientes les dan la droga experimental y a otros les dan placebo; unos se curan, otros no se curan, otros se mueren… y las autoridades sanitarias hacen sus estadísticas que permitirán en última instancia que un medicamento salga al mercado o no.
Pero incluso con estos ensayos en animales y humanos, se llegan a comercializar monstruosidades que después tienen que retirar del mercado legal.
El primer caso de esta vergonzosa comercialización del horror fue la talidomina, un antidepresivo producido en los cincuenta por varios laboratorios alemanes. La talidomina hacía que toda mujer que tomara la droga, tuviera embarazos irregulares, con fetos deformes o amputados. El laboratorio alemán que creó esto, retiró el medicamento en cuanto se comprobaron las evidencias, intentó en la medida de lo posible destruir la información al respecto (sin mucho éxito, pues hoy en día este hecho está muy bien documentado), y continuó con su tarea y la de sus compañeros farmacéuticos: crear drogas y venderlas.
Este desarrollo industrial encontró en la década de los ochenta la tercera gran revolución farmacológica: "los agentes quirales". La investigación de vanguardia se centró en estos nuevos fármacos. Si en 1984 el 3% de las drogas producidas eran quirales, en 2009, este porcentaje subió a 77%. Esta revolución nos llevaría directos al momento presente, y al desarrollo de drogas de última generación que actúan profundamente en lo que la ciencia moderna identifica como el sistema nervioso central, en el “eje” (axis) del ser humano, en lo que fuentes tradicionales del tantrashastra identifica como “sushumna”.
La existencia de estas drogas suponen ser una desafiante amenaza a la cualidad humana: antidepresivos (fluoxetina, paroxetina…), psico-estimulantes (dexmetilfenidato, modafinil, MDMA…), hipnóticos (eszopiclona, tasimelteon…)
Estas drogas y muchas otras nos llevan a la presentación de las seis grandes corporaciones industriales farmacéuticas del siglo XXI, pues los productores de semejante infierno tienen nombre y apellidos.
Las grandes corporaciones farmacéuticas del siglo XXI y sus beneficios
Existirían seis enormes farmacéuticas que es necesario nombrar aquí dado su actual poder económico, tecnológico, -pero sobre todo- político y social.
Estas farmacéuticas están en ese continuo movimiento corporativista de fusiones, compras, acciones y creaciones subsidiarias, que involucran a muchas otras empresas. Sin duda, esta lista se podría completar con más nombres, pero consideramos irrelevantes los aburridos movimientos empresariales, comunes –por lo demás- a todo el mundo corporativista. Lo significativo es lo que une verdaderamente a todas las grandes farmacéuticas: sus desmesurados márgenes de beneficios, su influencia (y presencia) en los grupos de poder políticos, y su impacto social tanto en los países donde surgieron (Europa y Estados Unidos), como en países llamados del “tercer mundo” donde muchas operan.
A la cabeza de esta lista se encuentra la ya citada Pfizer, con un beneficio anual estimado en 11.360 millones de dólares (2004), y un crecimiento meteórico en los últimos seis años. Pfizer dispone de fondos públicos de diferentes estados (principalmente Estados Unidos), y cuenta con capital privado de grupos financieros como JP Morgan, Goldman Sachs o Citigroup. Pfizer estárepresentada en el CFR, así como en grupos de poder privados y no gubernamentales tales como Bilderberg, Club de Roma, y Bill & Melinda Gates Foundation. Opera en más de 110 países con una red de empresas subsidiarias. En muchos de estos países, Pfizer tiene querellas contra la salud pública. La más grave (conocida) y la más incontestablemente documentada, es la que se presentó sobre los hechos sucedidos en Nigeria en 1996. Pfizer montó un campamento de ensayo de una droga llamada Trovan en una zona con brotes de meningitis. En estos ensayos, Pfizer asesinó a 11 niños (al menos) y dejó con graves secuelas irreversibles a más de 200. Tras un litigio lleno de miserables patrañas, Pfizer llegó a un “acuerdo extrajudicial” con las familias de los niños, pagando 55 millones de euros en concepto de indemnización (sobra decir que estas familias eran pobrísimas). Existen más episodios del mismo tipo, sin embargo, Pfizer es popularmente conocida por producir y vender el best seller farmacéutico de finales del XX: viagra, agresivísimo medicamento que toman los hombres modernos que ya poco les queda de “hombres”, y sí todo, de miserables.
Estrechamente relacionada con Pfizer, se encuentra Wyeth (desde enero de 2009). Se trata de otro laboratorio de origen decimonónico (1873, Philadelphia), que también se hizo de oro a través de la Segunda Guerra Mundial. Sus ingresos anuales superan los 13.000 millones de dólares, y sus beneficios están oficialmente desinflados debido a los enormes fondos que recibe de la administración pública. Se trata también de una supercorporación paraguas que incluye a la compañía más importante en el suministro de café instantáneo de Estados Unidos (WCRC), y una de las grandes corporaciones veterinarias (Fort Dodge Serum Co.). Estuvo muy presente en toda la trayectoria de programas de vacunación masiva en Estados Unidos, y actualmente está en más de 40 países, y –muy especialmente- en India. El paciente ciudadano puede ver a Wyeth en su botiquín, a través de centrum, advil, dristan, y una buena red de marcas de condones.
Otra grande farmacéutica americana sería Merck. Su origen es alemán, pero a principios del siglo XX se asentó en New York. Su desarrollo también lo debe a la Segunda Guerra Mundial y a la post-guerra inmediata. Si Pfizer se enriqueció con una producción pre-bélica de la penicilina, Merck lo hizo posteriormente con otro antibiótico: la estreptomicina. En pleno siglo XXI, Merck tiene unos ingresos de 21.490 millones de dólares, y en 2009 se fusionó con Schering Plough en una de las maniobras empresariales de más envergadura en la historia del capitalismo. Por supuesto, Merck también está representada en el CFR (a través de directivos como Richard T. Clark y Kenneth C. Frazier), y también dispone de capital público y de grupos privados como Rockefeller Foundation, fundación y familia que -a su vez- dieron ellos mismos existencia al CFR. Todas las corporaciones farmacéuticas norteamericanas convergen en los mismos nombres.
¿Y las europeas? Las europeas, también.
Glaxo Smith Kline (GSK) sería la gran corporación farmacéutica británica, con un beneficio anual cercano a 8.200 millones de dólares, unos ingresos de 31.377 millones de dólares, y una participación en la sanidad mundial arrolladora: se estima que cada segundo GSK suministra 35 vacunas, cada hora GSK invierte 562.000 dólares en desarrollo, cada día 200 millones de personas se lavan los dientes con algún producto GSK. Está presente el muchos botiquines domésticos a través de su lista de productos estrella, tales como amoxil, geritol, nicorette…GlaxoSmithKline también está representado en el CFR (aun siendo una corporación británica), así como en la Comisión Trilateral, a través de su directivo Deryck C. Maughan. Lo más curioso es que Maughan también es directivo del gigante de la información Thomson Reuters. No sólo eso: otro directivo de GSK es James Murdoch, vicepresidente de otro gigante (aún más gigante) del massmedia, News Corporation (En el Capítulo 13, se presentará a News Corporation, así como al papá de James, Rupert Murdoch). ¿Qué tienen que ver las farmacéuticas con las telecomunicaciones? Otro directivo de GlaxoSmithKline es C.C. Gent, miembro de la junta directiva de Vodafone. ¿Se comprende ahora la fraternidad del corporativismo global? Uno de los hombres clave de GSK es Roy Malcom Anderson, miembro de Bill & Melinda Gates Foundation. Anderson fue consejero científico jefe del Ministerio de Defensa británico, y actualmente ostenta la titulación de Caballero del Imperio Británico.
Otra gran farmacéutica europea resulta ser el grupo Sanofi-Aventis, una fusión de laboratorios franceses y alemanes (Sanofi-Synthelabo, Aventis, Hoechst…).Sanofi-Aventis se presenta oficialmente con beneficios parecidos a los de GSK (8.160 millones de dólares), pero esta cifra puede ser de un veracidad muy relativa, pues las farmacéuticas siempre pueden maquillar sus cifras con el descontrolado e inmenso beneficio de fondos públicos. Se trata de una corporación involucradísima en la producción y comercialización de vacunas, así como en la generación y comercialización de fármacos como lantus, plavix, clexane, aprovel… Actualmente, su directivo clave es Christopher A. Viehbacher, con nacionalidad canadiense y alemana, y Caballero de Honor de la Legión Francesa. Además de por el caballero Viehbacher, las relaciones de Sanofi-Aventis y la Unión Europea están expuestas por el resto de su directiva, muchos de ellos, metidos en Bruselas hasta el cuello.
Cerrando estas seis mega-corporaciones farmacéuticas, nos encontramos a otro gigante europeo, Novartis, de origen suizo, con unos beneficios en 2004 de 5.767 millones de dólares, y unos ingresos de 18.497 millones de dólares. En verdad se trata de otro grupo surgido de la fusión de grandes laboratorios clásicos. Citamos a Sandoz AG en el capítulo anterior, vinculado a la casa Warburg. Sandoz AG, el laboratorio responsable del famoso LSD, estaría dentro del actual grupo Novartis. También estaría la potente corporación de productos infantiles, Gerber; así como Ciba, involucrada en agricultura y alimentación. También tendría un 33% de las acciones de Hoffman-Le Roche, cuyo director Luc Hoffman apareció en el Capítulo 5 a propósito del ambientalismo. Este laboratorio fue el responsable del antigripal superventas, tamiflu. Novartis –además del tamiflu- controlaría otros productos estrella como vagistan, clozaril, voltaren, tegretol, diovan, tavist… No citamos los medicamentos gratuitamente. Los nombres de los fármacos no acostumbran a ponerse por capricho, o porque suenen rimbombantes. Muchos responden a referencias cabalísticas y guiños de lenguaje secreto. Si no profundizamos en esto último es porque ello nos desviaría muchísimo del tema, pero no porque carezca de importancia.
Estos serían los nombres propios a tener en cuenta actualmente en la infame industria farmacéutica mundial. Por supuesto, existen más nombres, y siempre relacionados y conectados con los mismos nombres, los mismos grupos, las mismas siglas. Resulta evidente que toda esta ignominia ha encontrado críticos, incluso algunos surgidos de la misma maquinaria farmacéutica, tales como Philippe Pignarre.
Lo más curioso de estas críticas es que la mayoría recaen y subrayan el difícil acceso que tienen los “pobres” a los medicamentos, y el “problema ético” que supone negar tratamiento médico a la gente que no tiene dinero para pagarlos. Esta “crítica” es de una ingenuidad tan grotesca, que hace dudar de dicha ingenuidad: a una industria moderna se le pide -en nombre de una ética que jamás ha mostrado- que no maximice beneficios. Imaginemos a críticos riñendo a BMW por no vender coches a sudafricanos a mitad del precio de coste; imaginemos a japoneses reclamando a Sony que los niños del Sudán no pueden comprar sus playstation; imaginemos a un antiguo trabajador de McDonalds querellándose contra la cadena de restaurantes porque no reparten sus excedentes de carne industrial vacuna en los suburbios de India. ¿Resulta ridículo y obsceno? Las críticas oficiales a las industrias farmacéuticas son igualmente ridículas y obscenas: las farmacéuticas siempre han vendido medicamentos y jamás han mostrado una diferenciación en la mercancía comercial. Como corporación moderna, la farmacéutica busca maximizar crecimiento y beneficio; y no van a cambiar su forma de operar ni un ápice, por mucho que acomodados universitarios moralistas hagan sus “criticas”.
La “ética” es un lujo que el mundo corporativista jamás se ha tomado; en el caso de las farmacéuticas, muy por el contrario: se han aprovechado de la guerra, de la inocencia animal, de las epidemias… Los beneficios económicos de las farmacéuticas en el siglo XXI han llegado a tal magnitud, que pedir que bajen los precios de los medicamentos a los “pobres” que viven en el “tercer mundo” no supone ser ni una “crítica”, es directamente una gilipollez.
A través de esta cortina de tibias críticas oficiales, se esconden los auténticos timos, crímenes y estafas que hay detrás de la industria farmacéutica: el privilegio de tener enormes fondos públicos destinados a una investigación de presupuesto inflado, el tráfico de “patentes”, los regímenes tributarios excepcionales (especialmente en estados más o menos pobres), la subida exponencial de los precios en medicamentos que modifican cada año ligerísimamente y que se venden con otro nombre.
Fíjese el lector que nos estamos ciñendo a las miserias económicas de las industrias farmacéuticas, y no en lodazales aún más repugnantes e impracticables dentro de estas industrias, tales como la innegable influencia del lobby farmacéutico en el poder político del Nuevo Orden Mundial, la obvia invención de enfermedades con sus correspondientes y lucrativos tratamientos (pronunciamos palabras como “depresión”, “hiperactividad infantil”, “menopausia masculina”… –sin comentarios-), o el fomento activo de epidemias de todo tipo en países valorados como “subdesarrollados”.
Seguiremos ciñéndonos a lo económico: al gran negocio que la industria farmacéutica ha hecho de la enfermedad.
El gran negocio de la enfermedad. SIDA y cáncer: Como máximo exponente de la optimización de la rentabilidad económica de una enfermedad, estaría lo que se ha hecho con el SIDA. La enfermedad que fue presentada como la letal “epidemia del siglo XX”, se ha reducido en los “países desarrollados” como “enfermedad crónica”; eso sí: previo pago de un carísimo tratamiento farmacológico que administra el cártel sanitario. La trayectoria de la optimización de la rentabilidad se puede seguir desde el mismo origen de la enfermedad. ¿Cuál es ese origen? Fíjese el lector en esta versión: un virus raro de algunas especies de monos que viven principalmente en África (en inglés, SIV) muta como por arte de magia en un extraño brote de un déficit inmunitario en los clientes de las saunas gay de la ciudad de Los Angeles. ¿Parece un chiste sin gracia? Pues es la versión oficial del origen del SIDA.
No vamos a hacer referencia aquí a versiones alternativas del origen del SIDA con más argumentos y más creíbles (lo que no es difícil), porque aquí lo que nos interesa es –precisamente lo que el Establishment ha hecho con el SIDA oficialmente. En cualquier caso, en 1981, algo extraño ocurría con algunos homosexuales californianos: neumonías letales, sarcomas… Parecía ser una enfermedad de transmisión sexual, pues lo único que compartían los primeros enfermos era su homosexualidad activa. Se trataba de una “peste rosa” (así la llamaron), y su propagación avanzaba imparable. En 1982 se identifica un bajísimo nivel de -lo que los médicos llaman linfocitos T-CD 4: era el SIDA (AIDS), el “síndrome de inmuno-deficiencia adquirida”.
Dado el origen y la transmisión de los primeros casos oficiales, tal y como sucedió con la sífilis en el siglo XIX, se relacionó la enfermedad con el comportamiento sexual, y más concretamente en este caso, con la homosexualidad.
Esto lo aprovecharon importantes “autoridades” religiosas para anunciar un “castigo divino” a los depravados. Sin embargo, al contrario de lo que pensaban (¿piensan?) los católicos, la depravación estaba tanto en los homosexuales como en los heterosexuales, como en los pobres, en los ricos, en las iglesias, en el cine de Hollywood, en la cultura pop, y hasta en las estrellas deportivas: El jugador de baloncesto Earvin “Magic” (traducido, “magia”) Johnson anuncia en 1991 que tiene SIDA con una amplia sonrisa en los labios (por cierto, dato importante: Magic Johnson está en 2010 tan campante; dando saltos y haciendo spots publicitarios). El base de Los Angeles Lakers confiesa no sólo no ser homosexual, sino ser heterosexualísimo (un alubión de animadoras de la NBA se hacen las primeras pruebas del SIDA). Con esto, se da un giro a la situación: se asegura que el SIDA se contrae principalmente por el intercambio de semen y flujos vaginales; y esto revoluciona totalmente la vida íntima del hombre y la mujer de los noventa.
A partir de ese momento, el sexo se convirtió definitivamente en un “riesgo”, en una “preocupación”, en algo con lo que tener “cuidado”… ¿Quién entra en escena en esta situación? La OMS y sus campañas de educación sexual; y las farmacéuticas que se forran (valga la expresión) forrando a su vez el pene de todos los varones modernos con los lucrativos preservativos. A partir de ese momento, se instará (a modo de imposición, de obligación, de apelación al “deber ciudadano”) a plastificar todo tipo de contacto sexual, amoroso o no.
Toda una generación de adolescentes aprendieron a “ponerse el condón” en campañas gubernamentales, mediáticas y escolares.
La correspondiente generación de doncellas sería desvirgada –no por un miembro viril- sino por un oleoso pedazo de látex facturado por Wyeth, Merck, y sus amigos.
Muchos de estos modernos ya no conocerán jamás qué es una unión sexual sin intermediarios corporativistas y riesgos sanitarios; y esto se puede aplicar también a las generaciones posteriores del siglo XXI. Se comprenderá que –a pesar del volumen de ventas de condones- poco amor se puede hacer en el mundo moderno.
Pero hay cuestiones aún más serias que la intrusión y destrucción de la intimidad del ser humano. Mientras católicos y progresistas varios se entretenían con repugnantes debates sobre “moralidad”, sobre “sexualidad”, sobre “amor, libertad y responsabilidad”, el virus del SIDA (o lo que así llamaron) se extendió por el Caribe, por África y por parte de Asia de forma alarmante.
Comenzaba un horrendo sacrificio; y este encajaba (digamos, “por coincidencia”) con los planes de exterminio localizado de ciertos sectores duros de los grupos de poder globalizadores.
¿Y en los llamados “países desarrollados” donde se asentaban estos grupos?
En Estados Unidos, Magic Johnson seguía como Perico el de los palotes. La industria farmacéutica llevó a cabo una costosa investigación que arrojó, no un fármaco contra la enfermedad, pero sí una serie de fármacos (de precio caro) que aspiraban a convertir el SIDA en una “enfermedad crónica”. Se trata de los “antirretrovirales”, y ahí estarán desarrollándolos y comercializándolos –cómo no- las mismas corporaciones que pusieron un condón en cada falo del globo. Se comercializa atripla, un fármaco triple (efavirenz, emtricitabina y dixoproxilo de tenofovir), y las “autoridades sanitarias” (OMS) se vanaglorian del “éxito” que supone que en el siglo XXI “el enfermo de SIDA pueda vivir con normalidad, como un ciudadano más”. Efectivamente, es un éxito: un enfermo de SIDA en un país desarrollado en una cuota vitalicia de ingresos para las corporaciones farmacéuticas antes vistas.
Optimizaron el negocio: los fármacos contra el SIDA componen un importante porcentaje de los altísimos beneficios (ya citados) de las farmacéuticas. Incluso existen entidades subsidiarias de las Big Pharma especializadas en los cocktails antirretrovirales y fármacos anti-SIDA, tales como la nueva VIIV. ¿Este resulta ser el éxito definitivo del SIDA? Quizás no: se estima que en 2010 hay más de 33 millones de enfermos de SIDA en el mundo, y de ellos, parece que 21 millones estarían sólo en África.
Estos últimos estarían fuera del mercado potencial de Pfizer y GSK; y fuera –por lo tanto- del proyecto político del CFR. Nunca un negocio salió tan redondo.
Una tendencia parecida se observa con otra terrible enfermedad, el cáncer.
A diferencia del SIDA, el cáncer es una vieja enfermedad. Lo que sí resultan nuevos (recentísimos) son los altos índices y la relación de estos con las vicisitudes de la vida moderna: las ondas electromagnéticas, el tabaco industrial, la radioactividad, los aparatos electrónicos, los desastres nucleares, los aditivos químicos, la comida basura, y la industrialización en general. Como ocurre con el SIDA, en pleno siglo XXI, las autoridades sanitarias presentan el cáncer como “incurable”. Eso sí, ofrecen una alternativa: si el cáncer no es curable, sí que es “extirpable”, siempre y cuando el enfermo se someta a medios radio y quimioterapéuticos horripilantes (y muy rentables).
La medicina moderna alega no poder hacer otra cosa: operar en la medida de lo posible, llenar el cuerpo de potentes fármacos como capecitabina, vincristina, irinotecan, docetaxel… y rezar. Algunos de los enfermos de cáncer incluso se curan, otros no se curan, y otros (muchos) mueren -antes o después- por el proceso de metástasis cancerosa. Con estos datos, las farmacéuticas hacen sus estadísticas para legitimar sus investigaciones.
Todos los informes farmacológicos sobre cáncer se apoyan en datos estadísticos que tienen como variables “esperanza de vida del tipo y grado de cáncer”, “prolongamiento de esperanza de vida media”, “meses de vida por encima de la media registrada”… La investigación farmacológica se centra en prolongar la enfermedad, y en ningún caso en sanar.
Quien sobrevive al cáncer a través de la medicina moderna, lo hace como el enfermo de SIDA: familiarizándose con una serie de agentes químicos y caros fármacos. De nuevo, la campanilla de la caja registradora de la industria farmacéutica toca alegremente. En los procesos avanzados de cáncer, los médicos e industriales farmacéuticos presentan sus tratamientos como “paliativos”, es decir, un eufemismo repugnante de su confesión de ineficacia. La vida del enfermo se “prolonga” teóricamente, “mejora” teóricamente, se “dignifica” teóricamente.
En la práctica, las grandes corporaciones farmacéuticas se llenan los bolsillos con miles de millones de dólares (Para más detalles, existe una obra recomendable, “El cáncer y los intereses creados”, de Luis Vallejo Rodríguez. No podemos extendernos aquí en esta materia como merece). Tal y como ocurría con el SIDA y sus preservativos, grupos religiosos y grupos progresistas aprovechan para enzarzarse en otra abyecta discusión, “la eutanasia”, que sirve de cortina de humo de una canallada de dimensión extramoral: cada día de prolongada y dolorosa agonía de un enfermo terminal de cáncer mantenida con potentísimos fármacos, se traduce en un suculento cheque para el cártel sanitario.
Un gran porcentaje (se estima en algunos casos, del 30%) de los beneficios de las corporaciones farmacéuticas corresponde a los fármacos para el SIDA y para el cáncer. Este porcentaje sería mucho mayor si se añadieran los fármacos que –sin ser directamente para SIDA o cáncer- se usan siempre en estadios avanzados de estas enfermedades para algunas consecuencias de la dolencia y efectos secundarios a los tratamientos: infecciones varias, la disfunción digestiva, los vómitos, los mareos, colapsos mentales de varios tipos, las diarreas, las yagas, las náuseas, y -sobre todo- el dolor.
Este es el cuadro del cáncer en el siglo XXI para las grandes farmacéuticas, y los altísimos índices de casos de cáncer en niños y jóvenes, nos llevarían irremediablemente a otra importante fuente de ingresos del negocio de la “salud”.
Vacunas: Otro porcentaje importante de los astronómicos beneficios de las farmacéuticas –si bien es cierto que inferior en comparación a los del SIDA y el cáncer- lo conformarían las vacunas.
La inversión en investigación en este campo es de bajo coste en comparación a otros fármacos, y –además- en la producción y comercialización de vacunas están muy involucrados organismos oficiales y gobiernos, por lo que resulta difícil concretar con rigor cuán rentables suponen ser las vacunas para los laboratorios que las fabrican.
Pero, en este caso particular, el interés principal de las farmacéuticas para con las vacunas, no se reduce a lo económico. Gran porcentaje de las vacunas se suministran en programas masivos de vacunación por ministerios y organismos públicos.
¿Se trata tan sólo de un contrato más entre el poder político y las farmacéuticas?
No sólo. Lo primero que llama la atención sobre las vacunas es su dudosa eficacia. Existe un encendido debate entre médicos sobre si las vacunaciones masivas valen para algo, sobre todo en algunos tipos de enfermedades. Hay muchos y extensos trabajos de doctores que argumentan y documentan la escasa o nula eficacia de las vacunaciones: Dr. James R. Shannon, Dr. Robert Mendelsohn, Dr. Anthony Morris, Dr. James Howenstine, Dr. Leonard G. Horowitz… (no hemos encontrado el fin a esta lista, que sería inmensa).
Si la “comunidad científica” no se pone de acuerdo ni tan siquiera en si las vacunas resultan útiles o inútiles, ¿Por qué hay cada día más campañas de vacunación masiva, y mayor volumen de facturación por vacunas? Pues porque sí que son útiles; habrá que cuestionarse seriamente para qué y para quién resultan útiles.
Ya en 1920, Chas M. Higgins publicó una obra de documentación sobre los efectos de las vacunaciones masivas (especialmente, en el ejército) titulado “Horrors of Vaccination. Exponed and ilustrated”. La validez de la obra sigue vigente hoy en día, porque muchas vacunas de las que habla Higgins no han cambiado prácticamente nada. ¿Y las nuevas vacunas (conjugadas, etc)? ¿Pueden tener alguna “utilidad” del tipo documentado por Higgins? No se trata de una hipótesis, especulación o conjetura fantasiosa: propios científicos neomalthusianos y teóricos sociales tecnócratas han explicitado la “utilidad” de la vacunación masiva, tal y como el aristócrata, matemático, filósofo, y “pensador” tecnócrata, Bertrand Russell, que ya señaló en “The Impact of Science on Society” (1953) la posibilidad de “lobotomización química” a través de metales pesados como el mercurio. Precisamente un derivado del mercurio, el timerosal, es el conservante que se encuentra en un altísimo porcentaje de las vacunas actuales. Hay numerosos estudios que relacionan el timerosal con deficiencias cognitivas, con el autismo, con parálisis, con desordenes nerviosos varios, con problemas infantiles de aprendizaje… sin embargo, el timerosal continúa en la mayoría de las vacunas inyectadas en programas masivos.
Existe una comprobada y directa relación entre el mercurio (suministrado en grandes cantidades), y enfermedades nerviosas y toxicidad mortal. ¿Qué ocurre si se baja y se ajusta la dosis? Imperceptibles trastornos mentales, déficit cognitivo, sutiles procesos de estupidez, deterioro neuronal, ligeras variaciones en el frágil equilibrio hormonal, modificación de la percepción del sujeto, y –en definitivamodificación de la vida de un ser humano que sólo obedeció a la autoridad (en este caso, la sanitaria).
Y aún con todo lo dicho, Bertrand Russell murió en 1970, y el timerosal hace varias décadas que se está utilizando.
¿Sabemos algo de lo que se está haciendo ahora, de las vacunas de última generación que se están desarrollando e inyectando en el siglo XXI?
No, no sabemos nada; y los médicos y enfermeras que las suministran tampoco: se está utilizando tecnología de la que no se tienen (ni se pueden tener) datos sobre sus efectos a largo plazo. Las consecuencias de las “vacunas de ADN” se podrán evaluar dentro de treinta o cuarenta años.
¿Habrá tiempo para esperar?
Mientras tanto, sólo nos podemos remitir a los datos presentes que forzosamente están desactualizados debido a una tecnología farmacológica con cuarenta años de ventaja sobre el actual ser humano. En 1976, las autoridades sanitarias norteamericanas detuvieron una vacunación masiva contra la gripe, al recoger más de un millar de casos de graves enfermedades y muertes relacionadas con la vacunación. Tras los ajustes de treinta y tres años de investigación, las mismas farmacéuticas que suministraron aquella vacuna, producen (están produciendo en el mismo momento en el que este libro fue escrito) las vacunas contra la pandemia (“grado 6” según la OMS) de virus A(H1N1), que comenzaron a suministrase en 2009. Para la “opinión pública”, las consecuencias de estas vacunaciones serán sutiles o evidentes, inmediatas o postergadas, reducidas o masificadas… en cualquier caso, ya resulta terrible, espantoso, y –siemprerentable para el cártel farmacéutico que aquí tratamos.
La farmacia doméstica
Quizá con lo dicho hasta ahora sobre las farmacéuticas (fríos datos económicos, relaciones políticas, fraternidades corporativistas, estrategias empresariales para con ciertas enfermedades…), el lector podría hacerse una idea –por lo demás, equivocadísima- de que las farmacéuticas son una realidad lejana o ajena a la vida particular de un individuo.
No se puede insistir demasiado en esto: si la industria farmacéutica arroja esos beneficios, es porque su actividad y sus productos están en el día a día del hombre moderno: en su desayuno, en su escuela, en su oficina, en su fábrica, en el cuarto de baño, en sus vacaciones, en su dormitorio, en los conciertos de música rock, en las discotecas, en sus reuniones familiares… La industria farmacéutica corre –literalmente- por las venas del hombre moderno, en mayor o menor medida, con un nivel de toxicidad alto o bajo. Basta que el lector eche un vistazo al botiquín de su hogar, de su trabajo, de su escuela. (El mejor anexo a este capítulo sería la lectura de los prospectos de esos medicamentos). Después de leer este anexo, proponemos cuestionarse quién, cómo y para qué se toman todos esos medicamentos.
Es una lista de best-sellers que parece no acabar nunca: lipitor, plavix, nexium, viagra, lexapro, protonix, actos, prozac, celebrex, prevacid, zocor, vytorin... Habrá quienes digan –algunos con razón, otros no- que “necesitan esos medicamentos”. Nada habría que objetar a esta “necesidad” si no fuera porque el mismo sujeto que dice “necesitar un medicamento”, también puede pronunciar alegremente que “necesita un coche nuevo”, que “necesita adelgazar cuatro quilos”, que “necesita un viaje al Caribe”, que “necesita una liposucción” o que “necesita un cigarrillo”. La “sociedad de consumo” tiene una curiosísima noción de “necesidad”, y la industria farmacéutica estaría insertada en dicha sociedad, que no es otra que la sociedad moderna.
Cuando el moderno dice “necesitar”, habrá que desconfiar con fuerza sobre esa necesidad. Y esta desconfianza no sólo se debe al débil (o debilitado) carácter del hombre moderno, sino que además existiría un mecanismo farmacológico de control mental sobre dicho moderno.
La industria de la adicción
Importante: Al hablar de la industria de la adicción no estamos hablando de una realidad diferente a la industria farmacéutica. La adicción sólo supone ser una dimensión específica de la misma industria que se ha tratado en el apartado anterior. Si la industria farmacéutica produce drogas para venderlas, habrá algunas de estas drogas que se venderán por sí mismas, por el mero consumo, ya no de un sospechoso “paciente”, sino de un cliente que está atrapado en una trampa de dependencia fisiológica que la psicología moderna llama “adicción” (con su correspondiente “síndrome de abstinencia”).
Por lo tanto, el valor medicinal de la droga deja de ser el pretexto para su comercialización. Si la droga tiene la pretensión oficial de curar, ¿por qué se ve en las sociedades modernas tantas “campañas contra la droga”? Pues porque el éxito de la industria farmacéutica se expresa en una destrucción semántica del término que sirve para designar aquello que producen: la droga.
¿A qué se dedican las farmacéuticas sino a producir y a vender las drogas?
Ya no es necesario apelar publicitariamente a la “salud”, porque el cliente mismo se encargará de comprar la droga, que podrá estar integrada en el mercado farmacéutico, en el mercado alimenticio industrial, en el mercado del entretenimiento, o –incluso- en elmercado clandestino. La industria de la adicción puede prescindir de la fiscalidad, de la comercialización y de la publicidad: las drogas adictivas se venden solas. Es por ello por lo que, a algunas de estas drogas, se les llama –inapropiadamente- “drogas ilegales”.
Su “ilegalidad” se reduce a cierto tráfico y a su fiscalidad, y no tanto a la sustancia en sí, que son inventadas, descubiertas y producidas por corporaciones y laboratorios muy legales (tan legales como los que se han citado en el apartado anterior).
Sin embargo, como esta es la forma por la que se las conoce vulgarmente, así serán referidas.