La Industria Alimenticia
La información que procede es a los efectos de conocer algo de historia, nombres y la manera con que actúan ciertos grupos de poder. Sin embargo considero que no todo se hace desde una matriz maliciosa, mucho se debe a una falta de conocimientos y pericia por parte de los gobiernos, emporesarios y usuarios.
Transcribo parte del CAP. 10 del libro "La Danza Final de Kali" del autor Ibn Asad:
...."Para concluir, en la maquinaria industrial de la salud moderna nos encontramos con la industria alimenticia, estrechamente relacionada con la industria farmacéutica, tanto a través de nombres propios (directivos, familias…) como con grupos empresariales y corporativistas".
Por supuesto, si la industria alimenticia está ligada a la industria farmacéutica, también lo estará a los grupos de poder elitistas ya citados.
Para ilustrar esta relación con un ejemplo actual, basta citar que el ex-secretario de defensa de los Estados Unidos, Donald Rumsfeld (CFR, Comisión Trilateral, Bilderberg…) es un importante accionista del laboratorio Roche (se citó al hablar de Novartis), y directivo de la industria de adictivos alimenticios Searle (que pertenecería a Monsanto, un gigante del negocio agrícola muy involucrado en la investigación transgénica).
En palabras más claras: el tipo que fue responsable político de la reciente devastación de Irak, es también el responsable económico de la producción de tamiflu (el lucrativo antigripal para las pandemias gripales), y es también el directivo ejecutivo de la empresa que pone veneno dulce a la coca-colas light, los refrescos diet, y un montón de productos alimenticios “bajos en calorías”.
En el mundo político-corporativista, es difícil distinguir quién produce qué; y en el caso de la industria química y la industria alimenticia, el camuflaje mutuo es casi completo.
Si Hipócrates (autor clásico predilecto de los médicos modernos, hasta tal punto que “juran” sobre él) dijo aquello de “haz de tu alimento tu medicina”, el paradigma moderno de salud invierte este aforismo fabricando alimentos a través de las medicinas.
No sólo medicinas: aditivos químicos de todo tipo están presentes en la industrialización de alimentos dirigidos a hombres y mujeres que dicen no tener tiempo, ya no sólo para cultivar, recolectar, cazar o pescar, sino para cocinar su alimento.
La producción industrial tiende a sustituir a la cocina hasta tal punto que el saber tradicional culinario desaparece o queda reducido a otro producto de consumo de tendencia elitista: la gastronomía.
Fíjese el lector que el cliente medio de la industria alimenticia es alguien que a su vez trabaja 8, 9 o más horas diarias –directa o indirectamente- en la maquinaria corporativista.
Es decir, la esquizofrenia alimenticia se articula así:“Yo, hombre moderno, trabajo en las corporaciones e industrias para sobrevivir a través del subproducto alimenticio que esas mismas corporaciones e industrias producen. Yo trabajo para ellas, y ellas me alimentan.”
¿Qué es esto sino una definición de esclavitud? Con una salvedad: aquí el esclavo –además- paga por esa supervivencia.
El control de esta cadena de producción alimenticia se lleva hasta la raíz misma de la alimentación –la agricultura- donde transnacionales (vinculadas a las farmacéuticas y los grupos de poder de siempre) gestionan la producción de semillas de los principales cereales.
El grupo Monsanto es el responsable de un gran porcentaje de las semillas de cereales modificadas genéticamente (principalmente, maíz y soja) que han tenido un crecimiento enorme en los últimos diez años.
A través de Monsanto se comprueba la interconexión corporativista-industrial-farmacéutica-alimenticia-militar-política:Monsanto, de hecho, fue fundado por un industrial químico, John Francis Queeny (en el siglo XIX), y enseguida se especializó en la producción de sustancias pesticidas, herbicidas, insecticidas… ¡y también homicidas y genocidas!
Monsanto participó junto a IG Farben en la Segunda Guerra Mundial, y en la guerra fría, fue la plataforma de investigación de guerra química del bloque occidental. Produjo un buen porcentaje del “agente naranja” que se usó en la guerra de Vietnam en la década de los 60 del siglo XX. En el siglo XXI, Monsanto se presentó ligada al laboratorio Pharmacia, el cual fue adquirido en 2003 por el grupo Pfizer, y ambos (Monsanto y Pfizer) estarían infectados de directivos involucrados en la industria bélica, así como en CFR, Comisión Trilateral, Bilderberg, Rockefeller Foundation, Bill & Melinda Gates Foundation…
Actualmente, Monsanto está tan involucrada en la agricultura, que su éxito se traduce en ciertos monopolios en la producción de algunos cereales (como –por ejemplo- la soja y el maíz) que alimentan a un gran porcentaje del ganado de la industria cárnica.
Y ahí nos vamos a centrar, en la industria cárnica, pues la industria alimenticia entera merecería una obra monográfica. Limitémonos a comprender las consecuencias de la rama más cara, derrochadora, infame, devastadora, innecesaria, infrahumana y nefasta de la industria alimenticia.
Las nefastas consecuencias de la industria cárnica: Nos referimos aquí a la industria alimenticia que, al ser inabarcable en un sólo apartado, será reducida al aspecto quizá más pernicioso y brutal del mismo: la industria cárnica.
Subrayamos entonces que lo que aquí nos concierne es un fenómeno muchísimo más nuevo de lo que comúnmente se piensa, y que resulta ser netamente moderno: la industrialización de animales para la producción de carne con vistas a su comercialización para el consumo humano.
Decimos esto porque no estamos aquí abordando el consumo de carne en sí mismo, el cual nos podría parecer adecuado en condiciones normales (condiciones ya casi completamente inaccesibles para el contemporáneo).
Respetamos profundamente a pueblos tradicionalmente cazadores o ganaderos, y nada tenemos en contra de un ser humano por el hecho de adoptar una dieta carnívora.
Lo que aquí nos ocupa es muchísimo más importante que una elección dietética (sin quitar la importancia que esto último tiene): qué es la industria cárnica; y qué genera a un nivel sutil, el cual permanece inconsciente a la mayoría de los modernos.
Ese aspecto sutil de la “acción” del sacrificio industrial de animales volcado hacia la cantidad productiva y su función en el nuevo paradigma sanitario, supone ser lo que aquí nos ocupa.
Si el consumo de carne como alimento humano es antiguo (quizá no tanto como vulgarmente se piensa), la industrialización de la carne resulta ser una actividad
nueva, moderna, y bien localizada en sus orígenes, tanto en el tiempo como en el espacio.
De nuevo, el origen de esta actividad se encuentra en las sociedades modernas, más concretamente en Estados Unidos y Reino Unido.
Se puede identificar la industrialización cárnica como un proceso yuxtapuesto a la “producción en serie” industrial norteamericana de principios del siglo XX. A fin de cuentas, la industrialización cárnica es una producción estandarizada más.
Así, fueron Gustavus Swift y Philip Armour quienes aplicaron estos métodos por primera vez a finales del siglo XIX.
El mismo Ford reconoce en su autobiografía “My life and work” (1922) que su idea de la línea de montaje automovilística le vino tras una visita a un matadero en Chicago propiedad de sus colegas industriales.
Desde entonces, la bien llamada “industria cárnica” se ha desarrollado al ritmo de una industria moderna más. Con las máximas explícitas de la producción y el beneficio económico, la industria cárnica se fue “optimizando” a lo largo del siglo XX con la química industrial, la manipulación genética de granos y animales, y las técnicas bioquímicas de hormonación.
Así, desde que Swift y Armour crearon la primera línea carnicera industrial en su matadero, la producción de carne aumentó en los siguientes 80 años en porcentajes que se estiman del 1300%.
Antes del siglo XIX, la carne sólo era utilizada en la cocina popular europea en pequeñas cantidades como sazón en sopas, pastas, arroces, patatas o leguminosas (reservándose los platos exclusivamente carnívoros para la élite, realeza y aristocracia europea adicta al adrenalcromo).
Después de la “revolución industrial cárnica”, el acceso al subproducto cárnico por parte del europeo medio llegó a su éxtasis en la entrada del siglo XXI, donde se estima que un ciudadano de la UE comería 90 kgs. de carne al año (más que su propio peso).
Aún hoy, de la lista de los 10 países más consumidores de carne per capita, 7 son europeos en una lista encabezada por Estados Unidos.
La China comunista (la de los campos de amapolas de los ochenta) se desarrolló como un puntero productor de carne (especialmente, aviar), hasta el punto de ser el mayor productor y exportador de carne de pollo.
Se estima que actualmente (2009) sólo la República Popular China es la responsable del 25% de una producción anual de 72 millones de toneladas de carne de pollo.
Traducimos este frío número estadístico como el sacrificio anual aproximado de más de 20.000 millones de pollos (es decir, el equivalente cuantitativo del asesinato masivo de 3 poblaciones humanas mundiales cada año).
Este tipo de carne es desproporcionadamente consumida por europeos y americanos, siendo su favorita después de la carne de cerdo, con un consumo per capita europeo de 40 kgs al año.
Resulta curioso observar que estas dos industrias (la avícola y la porcina) sean las raíces oficiales de la supuesta crisis sanitaria de las diversas “gripes pandémicas” (siendo la tercera industria cárnica, la vacuna, el origen oficial de la otra gran crisis sanitaria europea, el Mal de las Vacas Locas.)
Sin embargo, no es necesario corroborar esta información oficial para calificar la industria cárnica de insalubre: piensos manipulados genéticamente, animales que jamás pisarán la tierra ni verán la luz del sol, hormonación química que hace aumentar el tamaño natural de un ser tres veces, crianza infame, transporte de hacinamiento, sacrificio ignominioso, polifosfatos, maquillaje químico para aparentar frescura y ternura… tampoco nos parece oportuno profundizar en los tétricos detalles de estos procesos; basta con ser consciente del carácter fordiano de una línea de producción en la que no hay ni puede haber salud; sólo su sucedáneo moderno de la esterilización artificial y las técnicas plastificadoras que intentan encubrir semejante podredumbre.
Ante la oferta cárnica, el hombre moderno acostumbra a aceptar encantado la carroña que esta industria le brinda, alegando simplemente que “está bueno” o que “le gusta”.
Recordemos que la sociedad de consumo busca infantilizar al hombre, y precisamente sólo un niño (por lo demás, “mal criado”) es incapaz de discernir entre algo que “está bueno” con algo que “parece bueno” y algo que efectivamente “es bueno”. Que algo guste al paladar no garantiza que no sea veneno.
En el caso de la carne industrial, incluso estudios médicos modernos la desaconsejan. Despreciamos explícitamente los datos sobre “salud” de organismos oficiales, pero resulta cuanto menos significativo que reconozcan que el consumo de carne industrial está relacionado con las enfermedades cardiovasculares, diferentes tipos de cáncer, desórdenes intestinales, la obesidad, infartos, y ciertos síndromes neurológicos.
Resulta obvio que esta relación es más estrecha y dramática de lo que osan admitir. Sin embargo, si el consumo de carne industrial no generara estas enfermedades y los nutricionistas modernos la recomendaran (como, de hecho, algunos hacen), la carne industrial sería igualmente perniciosa a un nivel sutil que es el que aquí nos incumbe.
Para comprender este nivel, se puede observar que otro argumento habitual que el moderno alega para el consumo de carne industrial, es que “el animal no tiene alma”. Teniendo en cuenta que quien argumenta esto es siempre un moderno de mentalidad de inercia judeocristiana, sería interesante preguntarse qué quiere decir este sujeto con “alma” (si es que simplemente no repite las palabras como lo hace un loro).
Efectivamente, si el animal industrializado no tiene “alma”, es porque alguien se la ha quitado. Este acto de “desalmar” es -con rigor- lo que genera la industrialización cárnica. Explicamos esto a continuación.
Desde una perspectiva primordial, toda actividad cotidiana del ser humano es sagrada, y muy especialmente, el comer y todo lo relacionado con el alimento.
A lo largo de su historia, el hombre se ha ido alejando de ese estado primordial, sufriendo una consecuente desacralización de su alimentación. Sin embargo, en el mundo moderno, el hombre ya no sólo se conforma con alejarse de esa sacralización cósmica, sino que propone una inversión anómala y monstruosa que él llama Novus Ordo Seclorum.
Si desde un punto de vista tradicional, la alimentación es sagrada, en una contra-tradición (como la que vivimos) la producción y el consumo de la comida será un proceso de profanación.
En el caso de la industria cárnica, el proceso que va desde el nacimiento del animal hasta el consumo de la carne por parte del cliente, está estructurado en etapas al modo industrial que Ford concibió para producir sus coches. Se trata de producir animales en serie para comer. Sobra decir que una de esas etapas sea “matar” a ese animal. (Decimos esto porque nos consta que muchos consumidores de carne
industrial dicen ser incapaces de matar aquello que están comiendo en una abyecta confesión de cobardía) También puede parecer perogrullada decir que “matar” no es otra cosa que “quitar la vida”, destruir el principio animador de un ser. Este principio animador es llamado en sánscrito, “taijasa”, y -como indica su misma etimología; tejâs, “fuego”- estaría relacionado con el elemento ígneo.
Ese fuego vital, al polarizarse, se manifestaría como “luz” y “calor”. De hecho, resulta significativo que en algunas lenguas semíticas, “luz” y “calor” tengan la misma raíz, como las voces árabes “nûr” y “nâr”.
Ese fuego manifestado como “luz” y “calor” se expresa en el cuerpo del ser como “mirada” y “sangre”. Algunas expresiones comunes a las más diversas lenguas nos dan muestra de ello: cuando un ser indica estar vivo se dice de él que “tiene un brillo en la mirada”, o cuando otro ser carece de vitalidad se dice de él que “no tiene sangre en las venas”. Esa “sangre” como manifestación del calor de principio animador, es el elemento utilizado en despreciables prácticas, muchas veces subversivas, y siempre de un orden muy inferior de naturaleza “mágica”.
Aunque existen excepciones en contextos normales en los que el hombre come en armonía animales que caza, el hombre moderno estaría muy lejos de participar de esa normalidad, y su relación con el sacrificio sangriento sólo puede ser a través de una ritualística de “magia negra”, muchas de las veces completamente inconsciente.
Esta “magia negra” sería especialmente oscura, inferior y destructiva precisamente por esa inconsciencia, por esa producción cuantitativa, y por ese consumo de masas. El hecho de que ignoremos una ley, no nos exime de su aplicación: ignorar la ley de la gravedad no hará volar a alguien que salte desde un séptimo piso.
La industria cárnica es un inmenso ritual de sacrificio llevado a cabo de la forma más oscura e invertida: desde la inconsciencia, desde la torpeza, desde la infamia.
Si somos inconscientes de esto, también seremos inconscientes de sus horribles consecuencias (aunque estas se sufran en un inmenso dolor) Todo esto se puede entender mejor en el momento del año en el que todas estas oscuras fuerzas están en su momento álgido: aquel que las sociedades modernas llaman Navidad.
En una celebración tradicional cualquiera, existen dos actitudes frente a la comida.
Una sería “no comer” (es decir, ayunar; como por ejemplo el ramadán musulmán); y otra sería comer un alimento especial y sacralizado, que generalmente es identificado por analogía al cuerpo de un “dios” o “héroe”.
Fueras de esas actitudes, jamás se encontrará una fiesta ritual que consista en devorar inconscientemente comida putrefacta, carroña animal hormonada y alimentos industrializados edulcorados con químicos.
Este tipo de banquete se reserva para lo que ha devenido ser la Navidad: la inversión misma de una celebración ritual, la parodia moderna de una fiesta tradicional, el más multitudinario ejercicio de “magia negra” en nombre de una festividad global.
Hasta tal punto llega esa “globalidad”, que los centros comerciales del trópico de Capricornio decoran sus estantes con nieve y trineos para recibir el verano tropical, lugares en los que nunca se ha visto ni se verá ni abetos ni acebos, son decorados con vegetación de plástico ad hoc, y papas-noel en latitudes ecuatoriales tienen que vestir con ropas apropiadas para el ártico.
Una grotesca orgía de esperpento se impone a través de los medios de comunicación, la publicidad comercial, y la histeria de masas.
El consumo aumenta un 800%, la sobrealimentación y el embotamiento se garantiza en siete días para los siguientes doce meses, la hipocresía se refina hasta límites intolerables: es el mejor momento para la obscenidad filantrópica y la pornografía caritativa.
Toda una locura global que usa la vaga terminología de lo que quizás alguna vez pudo ser una fiesta tradicional cristiana. En cualquier caso, hoy nada tiene más contenido que el más puro e inconsciente vacío: chinos comunistas produciendo regalos navideños en sus fábricas, japoneses de familia sintoísta comprando compulsivamente en centros comerciales, anglicanos de piel rosa atiborrándose a pavo, españoles de confesión católica esnifando cocaína por Navidad, norteamericanos protestantes regalándose telefonía móvil y gadgets electrónicos de última tecnología.
La Navidad se presenta como la celebración inerte (es decir, sin vida, movida por la inercia) de la civilización que desempeña la función de imponer la contra-tradición que dará fin al actual manvantara.
Esta civilización (y su fiesta) han adoptado el cristianismo, no ya como “religión”, sino como el vago lenguaje lleno de sentimentalismo que utiliza para expresar su doctrina esquizofrénica. No estamos dudando aquí de que el cristianismo y su Navidad pudieran haber sido alguna otra cosa en el pasado; estamos diciendo lo que el uno y la otra son hoy. De hecho, resulta significativo que lo único que comparten las diversas dispersiones cristianas de protestantes, católicos, anglicanos, evangélicos, espíritas, testigos de Jehová, y demás grupúsculos, sea una celebración navideña alrededor del consumo de productos corporativos y alimentos industriales.
Durante este inconsciente festín contra-iniciático, nunca falta carne industrial en cantidades aún mayores que las del consumo cotidiano.
Christmas Eve, Nochebuena, Notte di Natale… en todas las “noches de paz” de los “países desarrollados” se podrá encontrar carne de una media de cinco especies animales diferentes, todos nacidos, cebados y asesinados para la producción cárnica: pavos con piel venenosa de la acumulación tóxica, patés de hígados inflados artificialmente trece veces su tamaño, salchichas en cada una de las cuales se puede distinguir carne de más de un centenar de cerdos diferentes, pescados ultracongelados de frescura maquillada producidos en piscifactorías, vacas alimentadas con una dieta caníbal, “fiambres” conservados con químicos que consiguen un efecto similar a la momificación, pollos químicos, corderos coloreados, huevos de gallinas-robot…
Todo esto y muchas otras delicias industriales (no necesariamente cárnicas) no pueden faltar en la mesa de una cena de celebración navideña.
Sólo desde la más absoluta inconsciencia (o bien desde una monstruosa hipocresía) se puede celebrar un supuesto nacimiento divino ante semejante altar.
Sin embargo, en última instancia, nadie está celebrando nada. Precisamente sus mismos participantes suponen ser la ofrenda sacrificial de unas fuerzas inferiores que, ya no sólo son ignoradas, sino que son invocadas irreflexivamente a través de la inercia de una vacía ritualística recalcitrada.
Además, el ciudadano moderno sólo concibe celebrar lo que sea a través de la comida.
Por lo tanto, todo el calendario festivo será aprovechado por las industrias alimenticias (la cárnica, entre ellas) y la industria farmacéutica para su lucro y para la destrucción sanitaria. Después de las navidades, las vacaciones, las pascuas, las semanas santas, las noches de acción de gracias, las fiestas de Halloween, las fiestas patronales, las vírgenes, los santos, los viajes a la playa, los almuerzos de trabajo, las cenas de empresa, las despedidas de soltero, los banquetes de boda de los vecinos, y los aniversarios varios, el hombre y la mujer modernos se miran al espejo y se ven gordos y feos. (Ahí entran de nuevo la industria farmacéutica, la medicina moderna y el massmedia con el fin de lucrarse con la “perdida de peso”).
Si el moderno se siente feo y gordo, es debido a que –efectivamente- está feo y gordo (en todos los dominios, y no sólo el que refleja el espejo).
Esta evidencia nos lleva a la culminación del proceso de la gran salud de la modernidad que aquí se ha tratado: el veneno como alimento.
El sobrepeso y el veneno como alimento: Estamos en un mundo en el que el mismo infame organismo que “organiza” la “salud mundial” o la “alimentación” (ONU; OMS, FAO), reconoce que al menos 35 millones de seres humanos mueren por desnutrición cada año. Y aún así, lo que hace a esta fría cifra repugnante e insoportable es el hecho de que los registradores de estas estadísticas vivan en sociedades en donde la causa primera de problemas de salud venga de una reconocida “sobrealimentación”.
¿Cuáles son actualmente los medicamentos estrella de los llamados “países desarrollados”?
Fármacos quema grasas, drogas adelgazantes, inhibidores del apetito, medicamentos “contra el colesterol” acumulado por décadas de gula, medicamentos para una “presión arterial” puesta a prueba con una masiva ingestión diaria de grasas, medicamentos contra la “acidez”, laxantes para estreñidos con el intestino embotado, antidepresivos para gente descontenta con su “imagen”, fármacos psiquiátricos para nuevas enfermedades relacionadas con el desorden alimenticio (anorexia, bulimia…)…
El moderno que está fuera de las estadísticas de la FAO sobre el hambre, reconoce –a través de su consumo- tener un problema: la “sobrealimentación”.
Sin embargo, esta “sobrealimentación” resulta ser un eufemismo de algo menosdigerible que la copiosa dieta moderna. La preocupación reflejada por la mayoría de estos medicamentos best-sellers no estaría ni mucho menos en la “salud” (independientemente de lo que quieran entender por “salud” y cómo la definan); la preocupación (más aún, la histeria) del moderno estaría más en su “sobrepeso” que identifica con respecto a unos patrones impuestos por otros científicos modernos: los nutricionistas.
¿Qué es la nutrición moderna?
Pues el estudio de los nutrición sobre el dominio de la cantidad y la mensurabilidad de los nutrientes. ¿Qué aplicación tendría la nutrición moderna sin sus gramos, sus calorías, sus kilos, sus índices, sus medias, sus porcentajes…? Ninguna.
Así, el moderno evalúa la presunta causa de su insalubridad (a saber, la eufemística “sobrealimentación”) a través del “peso”. De nuevo las estadísticas hacen su trabajo: si salen los números (peso, niveles de grasa, índice de colesterol…), el moderno está “sano”; si los números no se alcanzan o se rebasan, el moderno compra una droga, se opera, va al médico, al psicólogo, o al cirujano plástico.
Y he aquí la parte dura: la “gran salud” moderna no sólo se mide, se vende y se compra, sino que se refleja en un espejo que distorsiona una imagen, ya de por sí ilusoria, superficial e irrelevante. La “forma” adquiere una falsa categoría esencial; la “imagen” se hace algo objetivo a través de falaces patrones cuantitativos de belleza.
Así, la belleza inherente y cualitativa en todo ser humano se borra para que éste refleje la “gran salud” de la modernidad, los signos del “nuevo hombre”, los mensurables cánones del ideal eugenista.
Por lo tanto, el “sobrepeso” de ricos y pobres sólo supone ser la manifestación más formal, tosca y mensurable de una enfermedad de raíces profundas.
De la misma manera, la “desnutrición” y la “sobrealimentación” se dan la mano en la obscenidad que comparten: unos mueren por no alimentarse, otros sobreviven por conseguir alimentarse de veneno.
La “sobrealimentación” moderna no es tal; es una “sobretoxicidad”, con la que el organismo humano ha aprendido a operar en una vibración vital sumamente baja.
Al hacer del veneno su alimento, la vida del “nuevo hombre” de la modernidad no sería tanto una vida, sino más una “enfermedad crónica” que alimenta –ésta sí- al Establishment y al entramado “sanitario” que se ha visto en este capítulo.
Así, vacunado, debilitado por la histeria de la higiene, alérgico a la vitalidad, mermado por “deficiencias inmunitarias”, bombardeado por sustancias y ondas cancerígenas, afiliado a la compra periódica de medicamentos, abonado a servicios médicos y chequeos anuales, adicto a sustancias que destruyen la vida, idiotizado por el timerosal, encerrado en una diversión, una curación y una alimentación que dependen de la farmacología, los “nuevos hombres” que anunciara el europeo Friedrich Nietzsche (“los nuevos”, ”partos prematuros de un futuro no verificado todavía”) toman la cucharada de venero que precipitará su nacimiento.
El veneno como alimento de la enfermedad perpetuada; he aquí la “gran salud” de la modernidad.